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Por Dr. Javier Cudeiro,
Doctor en Medicina y Cirugía por la Universidad de Santiago de Compostela,
especialista en Neurofisiología por la Universidad de Londres, máster en Fisiología y
Medicina del Sueño y Catedrático de Fisiología de la Universidad de A Coruña.
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En el ámbito de la investigación, especialmente en inglés, se utiliza el término «Experiencias Adversas en la Infancia» para describir eventos difíciles o traumáticos que ocurren durante la niñez. Estos eventos incluyen situaciones como el abuso físico, emocional o sexual, o la falta de cuidado y atención. En resumen, se trata de experiencias prolongadas que pueden afectar la seguridad y estabilidad de un niño, generando en ellos altos niveles de estrés e incluso aislamiento social. Un ejemplo claro de estas experiencias es el acoso escolar.
Un estudio fundamental sobre el impacto de estas experiencias se realizó en 1998, y reveló cómo los traumas en la infancia pueden influir en la salud de las personas cuando llegan a la edad adulta. Los resultados mostraron una relación directa entre estos eventos adversos y una variedad de problemas de salud, como trastornos mentales, adicciones y condiciones crónicas, entre ellas la obesidad y enfermedades del corazón. En otras palabras, lo que ocurre en la infancia tiene el poder de afectar nuestro bienestar durante toda la vida.
El acoso escolar, cuando es constante, se considera una de estas experiencias negativas y potencialmente traumáticas. Puede generar estrés, aislamiento, ansiedad, depresión y, en casos graves, llevar incluso a la autolesión o al suicidio. Cada vez más, los científicos y profesionales de la salud pública reconocen el gran impacto que tiene el acoso escolar en la salud física, emocional y social de las personas, tanto en el presente como en el futuro.
Entre el 15 y el 22 por ciento de los estudiantes de entre 12 y 18 años en Estados Unidos experimentan alguna forma de acoso escolar, según datos de 2021. Este problema es lo suficientemente común y serio como para que merezca una atención especial y la creación de programas de prevención.
Desde que se realizó el primer estudio científico sobre este tema, los investigadores han estado buscando respuestas a por qué experiencias como el acoso escolar pueden tener consecuencias tan negativas para la salud. Los avances en estos estudios han revelado nuevos hallazgos sobre cómo el acoso puede afectar el cerebro. Un ejemplo de ello es el proyecto IMAGEN, un consorcio de investigación europeo que estudia el desarrollo cerebral en adolescentes. Este proyecto analizó los efectos del acoso escolar en adultos jóvenes y encontró que aproximadamente el 30 por ciento de los participantes había sufrido acoso crónico. Además, estos jóvenes reportaron niveles más altos de ansiedad en comparación con aquellos que no habían sido acosados.
Usando técnicas avanzadas de imagen cerebral, como la resonancia magnética funcional, que permite visualizar en detalle, no sólo las estructuras del cerebro, sino también su mayor o menor grado de funcionamiento en un momento dado, se observó que los individuos que habían sufrido acoso, presentaban diferencias en algunas áreas del cerebro muy concretas, como el putamen y el núcleo caudado (parte de lo que conocemos como ganglios basales, estructuras que tienen mucho que ver en la organización del movimiento, las emociones y la conducta), ambos vinculados con trastornos de ansiedad. Otros estudios también han demostrado que el acoso crónico puede provocar cambios en la materia blanca del cerebro, que son las fibras nerviosas que conectan diferentes áreas cerebrales entre sí. Estos cambios se han relacionado con una mayor vulnerabilidad a la depresión. Estos hallazgos subrayan la importancia de abordar el acoso escolar no solo como un problema social, sino también como una cuestión que puede tener profundas implicaciones para la salud mental y el desarrollo cerebral de los jóvenes afectados.
Estudios recientes han mostrado que el acoso escolar tiene efectos aún más amplios en el cerebro de lo que se pensaba. Estos cambios incluyen áreas clave en el manejo de las emociones, como la amígdala, que está muy implicada en la ansiedad y el miedo, y la corteza prefrontal, que es fundamental para pensar antes de actuar, tomar decisiones y controlar nuestras emociones. Los científicos creen que el acoso escolar afecta la forma en que estas regiones del cerebro interactúan entre sí, lo que podría hacer que a las víctimas les resulte más difícil entender sus emociones y regularlas de manera adecuada.
Además, investigaciones que han combinado estudios en animales y humanos sugieren que el acoso crónico genera una mayor liberación de hormonas del estrés, como el cortisol. Estas hormonas afectan áreas del cerebro relacionadas con la sensación de recompensa, es decir, las zonas que se activan cuando algo nos resulta placentero, por lo que sentimos una sensación de bienestar (recompensa) y tendemos a repetirla. Con el tiempo, esta sobreproducción de hormonas de estrés puede hacer que las personas se vuelvan más sensibles a los estímulos de ansiedad y miedo, y que necesiten recompensas inmediatas para sentirse bien. Esto podría aumentar el riesgo de desarrollar problemas como el consumo de sustancias, ya que la búsqueda de una “gratificación” rápida se vuelve una forma de lidiar con el malestar.
El impacto del acoso no se limita al cerebro: las hormonas del estrés también afectan el sistema inmunológico, el sistema de defensa del organismo ante agresiones por agentes externos, como virus, bacterias o cáncer. Este exceso de hormonas puede aumentar la inflamación en el cuerpo, un efecto vinculado tanto con problemas de salud mental, como la ansiedad y la depresión, como con problemas físicos, como la hipertensión y la obesidad. Así, el estrés crónico asociado con el acoso puede tener consecuencias que persisten más allá de la adolescencia, afectando el bienestar físico y mental en el adulto.
La buena noticia es que el cerebro es “plástico,” lo que significa que puede cambiar y adaptarse a nuevas experiencias. Incluso si alguien ha pasado por acoso, esto no significa que inevitablemente sufrirá problemas de salud a largo plazo. Sin embargo, si una persona siente síntomas de ansiedad, depresión o ha comenzado a consumir alcohol o drogas como una forma de afrontar su malestar, es importante que busque ayuda. Profesionales de la salud y grupos de apoyo pueden ofrecer la orientación necesaria para manejar estos desafíos y mejorar la salud mental y física.
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